viernes, 7 de agosto de 2009

EJERCICIO 2

SIEMPRE HAY UNA LUZ AL FINAL DEL TUNEL
Por José Ramon Campoamor

El trabajo últimamente no era mas duro de lo que lo venia siendo habitualmente, pero se encontraba profundamente cansado. Había perdido la ilusión por la mayoría de las cosas y prácticamente se había desconectado del mundo. Solo el duro trabajo en el campo, recogiendo la mies, dorada y seca por el calor del verano y los quebraderos de cabeza que lo producía el dichoso gorrino que estaba tratando de engordar para no pasar las apreturas del invierno pasado parecían ocupar todo su tiempo.

Las improvisadas tertulias cuando se cruzaba con algún vecino por los caminos, acompañadas de algunos tragos en el botijo, se habían reducido a un breve pero educado ...dios... que susurraba casi sin levantar la mirada del pedregoso camino. Solo los Domingos asistía a misa y después se quedaba largo rato en el campo mirando la cosecha, hasta que se hacia hora de comer.

Pero lo peor era cuando llegaba la noche. Al calor del verano había que añadir el torrente de ideas que se agolpaba en su cabeza, una detrás de otra sin apenas detenerse un instante para poder reflexionar. Solo prisa. Mucha prisa.

Hacia tiempo que venia notando un persistente dolor en el pecho, pero no le impedía desarrollar su actividad con relativa normalidad, parecía que desaparecía el dolor mientras trabajaba en el campo y su cabeza estaba más allá de la aldea, en el palacio del señor.

De tanto en tanto hacia una pausa en el trabajo y miraba allá lejos, tratando de distinguir el palacio en la colina, recortándose en el horizonte. Los días de mucho calor solo se veía un borrón, como si un pintor no hubiera sabido dibujar el palacio y hubiera emborronado toda la línea del horizonte. Se secaba el sudor y seguía con el trabajo hasta que la altura del sol y el tañido de las campanas le indicaban que era hora de parar para tomar aunque fuera un bocado de pan duro con un poco de queso.

El pan y el queso se atascaban en su garganta como si fuera yeso y en su cabeza solo bullía una idea una y otra vez.

Fue poco antes de empezar el verano cuando el señor mando llamar a su mujer y a sus dos hijas. Los rumores corrían rápido por la aldea y ciertos o no, la realidad era que el señor había llamado a su mujer para que entrase al servicio de su única hija, huérfana desde hacia poco más de un año cuando una fiebre arrasó la comarca y junto con los aldeanos más viejos, se llevo a la señora, que según se comentaba era de salud frágil.

Su matrimonio había sido un matrimonio de conveniencia para unir las escasas haciendas de sus respectivas familias. Su mujer apenas había sido una compañera de trabajo y quizá la vida en palacio fuese mejor con sus aspiraciones, pero lo que le traía a vueltas la cabeza era no poder estar con sus hijas. Sabia que nada les iba a faltar, salvo su compañía y los estupendos momentos que pasaban juntos en el campo, paseando por el linde del bosque, jugando en el río, amasando pan, preparando la comida, recogiendo leña, haciendo conservas, o compartiendo cualquiera de las miles de tareas que ofrecía la vida.

Solo un hilo de esperanza consolaba su angustiado corazón y era que las niñas (para el siempre lo serían) estaban vivas. El palacio tenia muy mala fama. Se contaban muchas y desagradables historias sobre los excesos que se suponía que cometían los señores como sus invitados las escasas veces que recibían visita, pero el se repetía que aquello no eran más que historias. Nadie en la aldea lo había visto con sus propios ojos.

Andaba sumido en estos pensamientos cuando reconoció una figura que se dirigía hacia donde el estaba gesticulando y agitando los brazos. Gritaba algo que no alcanzaba a entender. Por fin se aproximó lo suficiente. El encargado de las cuadras del señor había muerto como consecuencia de la coz de un caballo y le mandaban llamar.

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